Pero yo les digo que ustedes poseerán la tierra de ellos, pues yo se las daré como su propiedad. Es una tierra que rebosa de leche y miel. Yo soy el SEÑOR su Dios. Los he tratado diferente que a las otras naciones.
El pueblo de Israel pasó 40 años en el desierto después que salió de Egipto. Cuarenta. Eso quiere decir que muchos de nosotros hubiéramos podido haber nacido en el desierto, y a nuestra edad, todavía estaríamos caminando por el desierto. En otras palabras, el desierto sería nuestra realidad, todo lo que conocemos hasta este punto. No sabríamos nada de casas, calles, ciudades, o qué se siente ver los cultivos crecer en nuestros campos.
Viéndolo desde esta perspectiva, entiendo por qué le costó tanto al pueblo de Israel creer en una tierra propia; en una tierra prometida. Esa promesa por parte de Dios era tan grande que retaba todo lo que conocían hasta ese punto. Era mas grande de lo que ellos conocían y creían posible, en base al desierto que habían caminado toda su vida.
Esto me hace pensar en cómo estamos reaccionando nosotros ante las promesas de Dios. Aquellas que son demasiado grandes como para retar nuestra propia realidad. De hecho, si tenemos un Dios todo poderoso, no deberíamos esperar menos de Él y sus planes.
Entonces, ¿qué paradigmas debemos derribar para poder creer en nuestra tierra prometida? ¿Qué expectativas debemos ampliar para confiar en las promesas de Dios? ¿Qué tipo de fé debemos desarrollar para creer en una tierra prometida que no se parece en nada a lo que hemos vivido hasta ahora?
Dios te quiere dar algo que va más allá que cualquier cosa que hayas vivido o experimentado. Es difícil creerle a Dios cuando oyes sus promesas y volteas a ver a tu propia realidad. Pero es mas fácil creerle a Dios y confiar en El cuando oyes sus promesas y dejas tus ojos puestos en Aquel que te las está prometiendo.